
Lloro todo lo que podría llorar si alguna vez me reencarnase en
cocodrilo. Lloro porque siento las ganas impetuosas y la necesidad punzante de tener que hacerlo. Llora mi pecho con sus convulsiones al cruzarse esa idea por mi cabeza, llora mi alma al cruzarse ese reflejo ante el pasado, llora mi orgullo cuando pasas por enfrente.
La última vez que lloré fue cuando los pétalos se cayeron todos y el resultado fue un no; esa fue la primera y última vez que lloré con las palmas de mis manos, con mi sien, con mi cuello desprevenido, con mi cabeza no pensante, con mi sonrisa intacta y con mi ombligo más hundido de lo normal, con mis rodillas firmes y mis músculos descompensados.
Pensar y pasear son una mala combinación para quien piensa mucho y pasea poco, si paseara más tendría ideas nuevas porque se me habrían acabado las anteriores. Y las lágrimas se secarían más pronto. Y las preocupaciones serían otras. Y las aflicciones no tendrían el mismo nombre. Rápido, oscuro, denigrante, ridiculizante, una gran putada para quien fue reflejo de las confesiones internas ordinarias... y lloré ese momento, cada vez que lo recordé. Lo lloro y lo lloré con las lágrimas recubiertas por las escamas necesarias para esconder la incomodidad de ser fiel a mis raíces.
No te salves, Magdalena.
Pero si pese a todo, no puedes evitarlo y te salvas,
entonces, no te quedes conmigo.